Agarrarse fuerte. “Este madero es mi
vida”, dijo para sí mismo una vida africana.
“Siempre hay supervivientes. Y yo
seré uno de ellos”, reflexionó.
“Menos mal que viajo sólo. No podría
ver a mi mujer y a mis hijos en esta situación”, razonó.
Pero las fuerzas flaquean. Y recuerda:
“Pagué todo el dinero que ganaríamos en un año para embarcar en
esta patera”. Y entonces le resbala el madero y queda flotando sin
ninguna ayuda.
“El olor de mis hijos. El sabor de mi
mujer. La cocina de mi casa: La cachupa caboverdiana. Todo se acabó”,
musitó.
“Hay niños a la deriva cerca de mi,
pero no puedo hacer nada por ellos”, analizó.
“Llegar sólo, buscar trabajo y pedir
el reagrupamiento familiar. Traer a todos”, pensó.
“Pero... se me acaban las fuerzas. Y
nada podré hacer”, se dijo.
“Todos confiaban en mí. Pero yo
nunca me fié del patrón de la patera. El cual abandonó la
embarcación nada más partir”, recordó.
“No puede ser. Me hundo”,
sentenció.
“Mi mujer, mis hijos, el abuelo.
Adiós queridos. No puedo más”, concluyó.
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