20 de octubre de 2015

-Enseñando a Gitanos-

Hace aproximadamente quince años, fecha en la cual mi recuperación físico-psíquica, del acidente sufrido que casi me costó la vida, estaba en sus primeros estadios, decidí ofrecerme de voluntario en el Centro Social Labañou para dar clases a niños de apoyo escolar. Mi solicitud fue aceptada y empecé mi tarea con diez o doce menores.
Mis alumnos eran mayoritariamente gitanos, aunque no todos, como un hijo de un preso y otro hijo de una prostituta.
Para mi recuperación fue fantástico el trabajo, pues me mantenía activo intelectualmente y tenía en fin una actividad maravillosa.
Pronto no tardé en tener fama entre los profesores del centro de buen profesional.
Lo que siempre consideré fundamental fue la empatía y mantener el afecto vivo, con el fin de ofrecerles una alternativa al infierno que muchos de ellos vivían en sus propias casas.
“Enseñar es querer”, me decía constantemente.
Qué le voy a enseñar yo a un chaval que ve como la chatarra que venden sus padres gitanos no les llega para comer todos los días. Y que tiene un hermano que trafica con droga todos los días en el Portiño. O a un hijo de una prostituta, quien regresa a casa y se quita las medias entre suspiros de decepción por no haber conseguido clientes ese día.
Tampoco había ninguna enseñanza que transmitirle al hijo de un preso, quien iba con su madre y sus hermanos cada quince días a ver a su padre a prisión.
Pero hubo un día que ocurrió un percance fatal: Habían terminado las clases y yo me dispuse a salir, pero cuando me disponía a cerrar la puerta tras de mi, noté una violenta presión que me impedía tal acción. Miré y era mi alumno hijo de preso que se me oponía.
¡Deja esa puerta!, exclamé entre empujones.
Y nada, seguía el chaval empujando...
¡Me cago en Dios. He dicho que dejes la puta puerta!, exclamé. Había un profesor conmigo en la clase, con cual mi perdida de compostura quedó en evidencia.
Me marché, pero al llegar a casa -vivo cerca del centro- comprendí que debía disculparme. Regresé y le pedí perdón tanto al alumnos como al profesor.
Seguí el resto del curso, pero no tardaron en comunicarme que para el año sólo iban a coger de voluntarios a profesores con título. Por lo cual prescindían de mis servicios.
Fue entonces cuando comencé mis clases de español con inmigrantes -que ya había dado con anterioridad-. Y hoy llevo veinte años atendiendo a este colectivo.

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