Atención exquisita, el dueño estuvo
diez minutos explicándonos que ponía centollas pequeñas porque las
grandes le habían salido malas.
Fuimos también debidamente informados
del pueblo del que eran las ostras: Deliciosas.
El dueño nos contó -inspirado por mis
preguntas- que llevaba trabajando treinta años en el lugar. Y que
nunca tuvo otro remedio pues eran quince hermanos.
Mi hermano Javier me facilitó un
Farias, que fumamos con el café. Y mi padre -tiene ochenta años-
volvió a contar cuando, en su reciente viaje a Italia, tras subir
una eterna escalinata, se despertó doblado como una alcayata. Si
bien puede que no esté ya tan ágil sigue conservando un envidiable
sentido del humor.
“Quise dar la vuelta pues estaba
agotado. Pero venían tras de mi una barahúnda de japoneses...”.
Mi hija Julia tomó albariño. Con lo
cual estuvo encantadora.
Mi padre, hermano y cuñada se
interesaron por la vida que lleva en Madrid. Y ella les informó:
“Voy a estudiar Derecho -ya empezó- y Antropolgía -comienza para
el año-. Y espero poder trabajar en una ong al acabar”.
Yo, que también colaboro con la ong
Ecos do Sur, -que presidí cuatro años- estaba tan inflado que yo
creo que mis ciento quince kilos se elevaron un palmo del suelo.
Fue para mi un placer abandonar mi
régimen por un día. Incluso me tomé mi ajuardente branca con el
café de pota.
Traté de hablar gallego con el dueño.
Pero en A Coruña “Non sei que lles pasa...É como si sinteran
vergonza de falar na lingüa de seus pais”. “A Cruña é o Madrid
de Galiza”. “A min doeme e iso que non sou galego. Bueno son
fillo de galego, que é case o mesmo”.
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