19 de agosto de 2016

Corresponsal “cagao”.

Finalmente me había decidido. Billete a Alepo. Trabajaría de “freelance”. Llevaba contactos en el País y en La Voz de Galicia. El Mundo también era una posibilidad.
Llegué a la ciudad Siria ese sangriento domingo. El taxista me pidió, en macarrónico inglés, que fuera tumbado en el asiento trasero para no dar oportunidad a los francotiradores.
En el hotel enseguida reconocí a Vicente Romero. Él me comentó que estábamos pasando un festivo terrible. Me acompañó al cuarto desde el cual podíamos escribir, ya que había Internet y cobertura para móviles
Vicente me sugirió que le acompañase a un colegio infantil donde se regugiaban unas doce familias. Le dije: “Encantado”. Cogí mi cámara y mi grabadora y le acompañe al blindado que nos trasladaría a la escuela.
En el camino nos dispararon en varias ocasiones, pero las defensas pudieron amortiguar.
Finalmente llegamos y una pandilla de niños vinieron a saludarnos. Mi compañero llevaba caramelos y cuchillas de afeitar para los padres.
La primera bomba cayó cuando estábamos entregando los regalos.
Y a continuación cayeron muchas más. Nos refugiamos en el blindado.
Cuando terminó el bombardeo eran muchos los cuerpos de niños “reventaos” que estaban tendidos sobre la carretera.
Para mi fue demasiado.
Regresamos al hotel y por el camino Vicente me dijo que no me preocupase que desarrollaría callo.
El miedo se había apoderado de mi.
Pasé dos o tres días con diarrea y vómitos.
Aún así pude colocar mis crónicas en todos los medios que tenía previstos.
Y efectivamente -según me dijo Vicente- a todo se acostumbra uno. A los veinte días de estar en Alepo ya nada me daba miedo. Procuraba no pensar en los míos. Ni siquiera en mis hijos.
“Ya sabes: Somos las tres “d”: Depresivos, divorciados y dipsómanos”, me dijo Vicente.
“Pues no te preocupes por mi. Ya cumplo los tres estados”, le contesté.
                                  Kiko Cabanillas.

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