Todo comenzaría aquella mañana de
noviembre en la que yo, medio dormido, fui al cuarto de baño, de la
casa en la que vivo sólo desde hace un año.
Al mirarme en el espejo pude comprobar
horrorizado que mi oreja derecha había crecido hasta límites
insospechado.
“No podía ser”.
Volví a la cama esperando que la fatal
pesadilla se diera por concluida.
Pero instintivamente me llevaba la mano
a la oreja.
Y...
El apéndice medía por lo menos un
palmo.
Desperté, desayuné y me duché.
Me disponía a salir de casa pero...
Puse un gorro de lana, que
disimulaba bastante.
Al llegar el ascensor a la planta baja
busqué a José, el portero, y le dije: “Mira que horror José”,
al tiempo que me descubría la oreja.
“Yo no veo nada”, contestó José.
Entonces me dirigí al ascensor para
verme en el espejo. Y...
La oreja había retornado a su tamaño
habitual.
¡Por fin!.
No pude comprender que había pasado.
Lo cierto es que había estado
escribiendo relatos cortos casi toda la noche. Y en uno de ellos mi
padre me decía: “Hay que aprender a escuchar”. Fue entonces,
según redacté, cuando mi oreja se deformó por primera vez.
Kiko Cabanillas.
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