Fue un día como
cualquier otro: salía de casa temprano y me dirigía al Carrefour.
Pero justo al
poner un pié en las escaleras mecánicas...
Resbalo y me caigo
de bruces.
Un intenso dolor
en el costado.
Palpo y siento el
móvil clavado entre mis costillas.
Un cable
larguísimo parte de la zona herida...
“No se mueva
usted que enseguida llamo a una ambulancia”.
“Quite, quite,
que no ha sido nada”, le digo.
“Haga el favor
de callarse. No le conviene hacer esfuerzos”.
Llega la
ambulancia. Y ya por aquél entonces los cables se habían
multiplicado y rodeaban mi cuerpo.
“Procure estar
quieto”, me dijo el enfermero.
Así fuí
trasladado al CHUAC y en él a la UCI.
Éste fue mi
final, pues en la UCI no lograron reducir el mar de cables de todos
los colores que se habían apoderado de mi ser.
Y esta fue la
pesadilla que despierto tuve cuando iba a arreglar mi teléfono móvil
aquel día en el que recordaba la magia y la poesía que tenía
buscar la monedas necesarias para llamar desde la cabina de teléfonos
hace tan sólo un par de días. ¡Viejo!.
Kiko Cabanillas.
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