Yo era natural de
Cabo Verde. Hablamos portugués. Así es que no tendría muchos
problemas con el español. El viaje fue largo y peligroso. Patera y
por fin España.
Yo llevaba la
dirección de unos familiares.
Hubo peleas entre
los inquilinos pero finalmente pude quedarme por 100 euros mensuales.
Era uno de los
llamados piso patera en Sagrada Familia de la ciudad herculina.
Desayunamos poco y
frío -no funcionaba el hornillo- y salimos a la calle.
Mis amigos
llevaban una manta repleta de pulseras y Cds.
La actividad era
casi nula. Vendimos diez pulseras y dos Cds.
En esto llegó un
policía local, quien nos dijo que para la próxima nos quitaría la
mercancía.
Entonces sucedió:
Estaba buenísima y se acercó sonriente.
“¿A qué hora
acabas?”, me preguntó.
“Vale, pues hoy
cenamos juntos”, dijo.
Una cena que dio
lugar a muchas otras. Hasta el día en que comencé a quedarme a
dormir en su casa. Mis compatriotas lo comprendieron.
Yo había
conseguido lo que muchos de ellos soñaban: Integrarme de la manera
más satisfactoria.
Aún así continué
trabajando hasta que Rosa me encontró otro empleo.
Era en una tienda de ropa. Yo ya había trabajado en una en cabo
Verde, así es que no me resultó muy difícil. Además daba clases
de español en Ecos do Sur.
“Chico
espabila”, me dijo un compatriota que vendía conmigo.
Y es que yo me
había quedado soñando despierto.
Y ni Rosa existía,
ni yo jamás me
integraría con un bellezón.
Bastaba con tener
algo parecido a un trabajo.
Esta noche además
iríamos al locutorio, donde podría hablar con mi familia,
que soñaba ya
conmigo conduciendo un cochazo y rodeado de bombones.
Pero cómo
decirles que era todo un engaño.
Trabajaba
muchísimas horas por una miseria.
Comía mucho peor
que en casa -cómo echaba de menos la cachupa caboverdiana- y dormía
con los pies de un compañero rozándome la nariz.
Pero prosperaría.
Esto era sólo
temporal.
Y volvería a casa
para casarme y darle a los padres una retahíla de nietos.
Trabajaría en la
ciudad como ejecutivo y llevaría un cochazo.
Kiko Cabanillas.
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